jueves, 18 de noviembre de 2010

Muerte y Velorio



La máquina del electrocardiograma dio un último y largo pitido, la sala se quedó en silencio. Nos miramos de reojo respirando pausadamente sin hacer sonido alguno, agachaste la mirada, enseguida lentamente fui soltando tu mano cálida.

No era necesario que llegara el médico a decir que había pasado. Era simple, ahí yacía un cadáver frente a nosotros. Quedó con la boca abierta y los ojos clavados al techo. Me acerqué un poco para tocar su piel, aún era suave, tibia, tersa y rosada. Fruncí el ceño, di un suspiro despacito, dolido. Llevé la yema de mis dedos hacia su rostro, lo más que podía hacer era cerrar sus ojos.

Nadie más llegó. No llegaron los galenos con las batas blancas a decir eso de hora de la defunción. Tampoco más familia o hipócritas llorando penas no sentidas.

No llegó el llanto, sólo una basta sensación de locura que matizamos dándonos la espalda y alzando la cabeza pensando ¿Cómo pasó?

La autopsia no fue necesaria. Dimos por sentado que había sido una muerte por asfixia, o envenenamiento. Daba igual, ya no se acompañaba el sístole del diástole, el saber las razones lo hacia más dramático.


Así pues, trasladamos el cuerpo frágil y mullido hasta un ataúd de madera roja, con satín blanco hicimos la base y ahí quedó el cuerpo para descansar por siempre.


Sentados cada quien en lados contrarios de la capilla, mirabamos al frente. La ropa oscura se perdía entre las penumbras que hacían las veladoras, los ojos secos, rojos, inyectados de algo parecido a lágrimas, las manos frías y húmedas. Los dos en igual estado.


En el silencio de la noche, cada uno rezó a su Dios, pidiendo pronta resignación, aceptación, perdón... Luego fue cuando todo se quebró. La leve calma que nos ofrecía el silencio y la pasividad del momento sucumbió ante una voz débil que dijo Gracias.

¿Gracias? Gracias de qué, si al final teniamos una víctima inherte frente a nosotros. Pálida, helada, tiesa, sin vida.

Gracias sería dar por sentado que fue un favor concedido, y lo que pasó no fue otra cosa más que decisión y responsabilidad. El agradecer nos relegaría a creer que fueron compromisos y no sentimientos.


Con la mirada opaca me pongo de pie y camino a la puerta del templo, veo a la entrada un libro viejo. Lo abro, dentro nuestros recuerdos, cada uno coloreado con luces neón, vívidos, abstractos, tan perfectos que me causaron pánico.


Llego al final de la edición, aún quedan hojas en blanco, busco en el bolsillo de mi abrigo y saco un bolígrafo, con pulso tembloroso escribo mi última línea:


El amor ha muerto.
Te dejo la tinta para que escribas la palabra Fin.