domingo, 21 de noviembre de 2010

Resurrección

Regresé a casa, ahí donde bebí el aire caliente, donde a tu salida desacomodaste los cuadros de la pared.

Nada había cambiado, la mesita de centro tenía el último ramo de flores que habías mandado, fue un largo tiempo, los petalos cayeron alrededor del florero de vidrio que compramos juntos. 

Fui hacia el sillón, el control había desaparecido. Antes de sentarme prendí el viejo televisor, estática y ruido blanco. Me recline en el asiento soltando un largo suspiro, cerré los ojos mientras miraba tu rostro arrullada por el sonido que hace el aparato cuando no hay nada que ver. 

Fue entonces cuando sentí la necesidad de verte, de saber que estabas bien. ¿Qué carajos pasaba?

Nos esmeramos tanto en hacer que la historia llegara al final que metimos a la historia a viejos títeres. Marionetas con la cara pintada de tristeza, ira, desconsuelo. Y así dejamos que nos comieran la historia robándose los protagónicos.

Entonces el teléfono sonó. Me sentí molesta por la profanación que tenía a mi duelo por lo que fue. Contesté sin muchas ganas de mantener una conversación. Escuché atenta, colgué rapidamente.

Fui por mi abrigo y mis guantes. Salí a toda prisa.

En el camino, atravesando la ciudad miraba absorta el suelo del tren, me sentía francamente molesta, perdida, confundida.

Al llegar a mi destino luego de cuarenta minutos de viaje, te encontré en la estación. Sonreí. No era de esas sonrisas enormes y radiantes, pero era una sonrisa sincera. Apresuré el paso para darte un abrazo, preocupada sólo atiné a preguntar en voz baja ¿Cómo pasó?

Te separaste de mí tomándome por los hombros, de nueva cuenta estaba reflejada en tus ojos, con tu mano recorriste mi rostro -A veces nos apresuramos a dar dictámenes - dijiste y nos dirigimos a averiguar que era lo que sucedía.

Nos encontrabamos de nuevo en la capilla. Las velas ya no estaban encendidas, se ahogaron en su propia cera. La luz de la tarde iluminaba de una forma majestuosa el interior, el crucifijo del fondo del recinto nos clavó la mirada. Podría jurar que nos veía.

Al llegar al frente, vimos aún el ataúd... Estaba vacío.

Giramos la cabeza tratando de entender lo que pasaba. Un muerto no desaparece así como así. De pronto algo llamó nuestra atención. Estaba en un rincón tapado con el satín que antes era su mortaja, tiritaba aunque el clima era agradable, volteó la vista para mirarnos.

Sus ojos no mostraban rencor por haberlo abandonado, al contrario, era una mirada compasiva, sentía tristeza por nosotros.

Extendió la mano, su piel blanca era casi brillante. Hizo un ademán con la cabeza, tu tomaste lo que nos ofrecía. Era el libro, el libro de nuestras vidas. 

Tragué saliva al ver de lo que se trataba, tuve una sensación de calidez momentánea. El corazón me latía rapidamente, sabía que el tuyo lo hacía, no sé aún por qué.

Al hojear la edición, llegamos a la página donde había escrito yo por última vez, tú jamás escribiste el fin. Lo que yo había puesto estaba tachado, unas lineas más abajo sólo alcanzamos a distinguir:

No todavía...


 

jueves, 18 de noviembre de 2010

Silencio que ahí viene el ruido

Muerte y Velorio



La máquina del electrocardiograma dio un último y largo pitido, la sala se quedó en silencio. Nos miramos de reojo respirando pausadamente sin hacer sonido alguno, agachaste la mirada, enseguida lentamente fui soltando tu mano cálida.

No era necesario que llegara el médico a decir que había pasado. Era simple, ahí yacía un cadáver frente a nosotros. Quedó con la boca abierta y los ojos clavados al techo. Me acerqué un poco para tocar su piel, aún era suave, tibia, tersa y rosada. Fruncí el ceño, di un suspiro despacito, dolido. Llevé la yema de mis dedos hacia su rostro, lo más que podía hacer era cerrar sus ojos.

Nadie más llegó. No llegaron los galenos con las batas blancas a decir eso de hora de la defunción. Tampoco más familia o hipócritas llorando penas no sentidas.

No llegó el llanto, sólo una basta sensación de locura que matizamos dándonos la espalda y alzando la cabeza pensando ¿Cómo pasó?

La autopsia no fue necesaria. Dimos por sentado que había sido una muerte por asfixia, o envenenamiento. Daba igual, ya no se acompañaba el sístole del diástole, el saber las razones lo hacia más dramático.


Así pues, trasladamos el cuerpo frágil y mullido hasta un ataúd de madera roja, con satín blanco hicimos la base y ahí quedó el cuerpo para descansar por siempre.


Sentados cada quien en lados contrarios de la capilla, mirabamos al frente. La ropa oscura se perdía entre las penumbras que hacían las veladoras, los ojos secos, rojos, inyectados de algo parecido a lágrimas, las manos frías y húmedas. Los dos en igual estado.


En el silencio de la noche, cada uno rezó a su Dios, pidiendo pronta resignación, aceptación, perdón... Luego fue cuando todo se quebró. La leve calma que nos ofrecía el silencio y la pasividad del momento sucumbió ante una voz débil que dijo Gracias.

¿Gracias? Gracias de qué, si al final teniamos una víctima inherte frente a nosotros. Pálida, helada, tiesa, sin vida.

Gracias sería dar por sentado que fue un favor concedido, y lo que pasó no fue otra cosa más que decisión y responsabilidad. El agradecer nos relegaría a creer que fueron compromisos y no sentimientos.


Con la mirada opaca me pongo de pie y camino a la puerta del templo, veo a la entrada un libro viejo. Lo abro, dentro nuestros recuerdos, cada uno coloreado con luces neón, vívidos, abstractos, tan perfectos que me causaron pánico.


Llego al final de la edición, aún quedan hojas en blanco, busco en el bolsillo de mi abrigo y saco un bolígrafo, con pulso tembloroso escribo mi última línea:


El amor ha muerto.
Te dejo la tinta para que escribas la palabra Fin.

lunes, 15 de noviembre de 2010

Agonía


No intentes las cosas. Hazlas o no las hagas, pero nunca lo intentes.

Entre las disertaciones de los claroscuros que pasan ante mis ojos, sólo tengo certero tu nombre tatuado en la pared que da al fondo del alma. Te sigo llamando cada noche, viéndome al espejo, tratando de adivinarte y espiarte.

¿Qué se pueden esconder dos personas desnudas y de frente? Así es, la respuesta es nada. Cuando se pierde el pudor, cuando se arrojan las máscaras al suelo, los demonios y ángeles conviven, se toquetean tratando de reconocerse. Y ahí se emprendió la huída. No es lo mismo tener miedo que ser un cobarde.

El miedo a perderse, ese mismo que te da cuando el amor real se planta frente a ti y te quedas tiritando de pánico. Justo ahí, das un paso atrás, cambias tu piel, tu pelo y la mítica expresión de serenidad se torna en convulsiones que no entiendes.


Te vi temblar de frío y de hambre, intentando encontrar tu camino. No pude más que compartir un poco del pan de fe que me quedaba en mi bolsillo. No podría saber ni mucho menos explicar, en qué momento fue que pasó 'lo demás' por querer decirle de algún modo.

Me perdí en el primer beso, me ahogué en la segunda mirada, me rompí en pedazos cuando dijiste 'basta'.

Trato de reconstruirme, reconstruirnos. Trato de reparar ese nosotros que en algún momento pensamos que se había quedado en un asilo lúgubre y grisáceo.

El amor está en coma, el amor está vivo, me desgarro la garganta para que alguien venga a darle un pase de corriente y que lo despierte. Me hundó en la misma cama, reventando los vendajes que pusimos por las heridas que ocasionamos. Me destrozo los puños golpeando los muros esperando tirarlos para que tome un poco de aire, me quemo los dedos esperando que aunque sea un poquito, tu leas esto y puedas llegar a tiempo.


martes, 9 de noviembre de 2010

domingo, 7 de noviembre de 2010

viernes, 5 de noviembre de 2010

Seguimos en pie




No podemos volver atrás, por eso cuesta elegir. Mientras no elijas, todo sigue siendo posible.

martes, 2 de noviembre de 2010

Cántala suavecito, puede doler...




"Eso de platicar del pasado es como revivir un muerto, y yo para platicar con los muertos necesito estar borracho" - Pito Pérez -

Y platiqué del pasado sin estar embriagada. Me enfrenté a la lúgubre mirada de lo que fue, lo que no fue y lo que pudo ser. Lo último causó más estragos.

Temblé mientras me tronaba los nudillos y tragaba saliva repitiéndome 'No vas a llorar', mostré la mejor máscara que tuve, la de esa sonrisa de lado que usualmente fascina a mis interlocutores por confundirla con felicidad.

lunes, 1 de noviembre de 2010

Ganar en una carrera de uno

A veces tienes que correr para ver quién te sigue...

Señor Don Nadie


Me quedo absorta, y es que me doy cuenta que en sí vivo adivinando tus cartas, las mías y las de los demás.

Hoy sólo me quedo parada y veo a los lados, lo que tengo es tan relativo, y es que sabes, me siento a hablarte, sé que estás por ahí, aunque no me dejes verte. Entiendo tu enojo, de ver como no pude subir la apuesta, y perdí.

¿Cómo te llamaré? ¿Ellis, Anna o Jean? Adoro llamarte Anna aunque por principio de cuentas no eres mujer, no intentes entenderlo, ni yo lo hago. Me quedé entre Ellis y Jean porque de forma simple fue lo que menos esfuerzo requería, apareces en cada nombre, en cada letra, todos suenan a ti.

¿Amor eterno? Claro que sí. Que desperdicio no pensarlo como tal. Las piezas están acomodadas, sigo pensando a donde mover mi reina. La luz se enciende. Te veo.

No te muevas, sé que me ves, sé que me oyes, sé que me piensas... Sé que en las noches respiras ese perfume con olor a mariposas, sé que de una u otra forma, seguimos aquí, uno frente al otro, más allá de la fantasía, de la realidad... del tiempo.

No más Mrs. Little Pea, busca a Mr. Nobody será más sencillo encontrar a nadie.