lunes, 15 de noviembre de 2010

Agonía


No intentes las cosas. Hazlas o no las hagas, pero nunca lo intentes.

Entre las disertaciones de los claroscuros que pasan ante mis ojos, sólo tengo certero tu nombre tatuado en la pared que da al fondo del alma. Te sigo llamando cada noche, viéndome al espejo, tratando de adivinarte y espiarte.

¿Qué se pueden esconder dos personas desnudas y de frente? Así es, la respuesta es nada. Cuando se pierde el pudor, cuando se arrojan las máscaras al suelo, los demonios y ángeles conviven, se toquetean tratando de reconocerse. Y ahí se emprendió la huída. No es lo mismo tener miedo que ser un cobarde.

El miedo a perderse, ese mismo que te da cuando el amor real se planta frente a ti y te quedas tiritando de pánico. Justo ahí, das un paso atrás, cambias tu piel, tu pelo y la mítica expresión de serenidad se torna en convulsiones que no entiendes.


Te vi temblar de frío y de hambre, intentando encontrar tu camino. No pude más que compartir un poco del pan de fe que me quedaba en mi bolsillo. No podría saber ni mucho menos explicar, en qué momento fue que pasó 'lo demás' por querer decirle de algún modo.

Me perdí en el primer beso, me ahogué en la segunda mirada, me rompí en pedazos cuando dijiste 'basta'.

Trato de reconstruirme, reconstruirnos. Trato de reparar ese nosotros que en algún momento pensamos que se había quedado en un asilo lúgubre y grisáceo.

El amor está en coma, el amor está vivo, me desgarro la garganta para que alguien venga a darle un pase de corriente y que lo despierte. Me hundó en la misma cama, reventando los vendajes que pusimos por las heridas que ocasionamos. Me destrozo los puños golpeando los muros esperando tirarlos para que tome un poco de aire, me quemo los dedos esperando que aunque sea un poquito, tu leas esto y puedas llegar a tiempo.